viernes, 25 de marzo de 2016

Cuatro horas de velas e incienso

Cuando tendría 12 o 13 años, la semana santa, más que una semana de fiesta, era una semana de estudio, ya que coincidía con el cambio de trimestre, y al contrario de la navidad o el verano, era solo una semana, por lo que si te quedaba 3 o 4, era muy difícil sacarlas luego en las recuperaciones. También podía ser un fastidio, porque si semana santa tocaba a finales de abrir, por poner  un ejemplo, hacia un segundo trimestre muy largo, difícil de recuperar y un tercer trimestre muy corto, donde tenías que juntar las recuperaciones del segundo, el temario y las recuperaciones del tercero (sin contar la cantidad exagerada de días festivos), por lo que perdías muchísimo tiempo.  Un sistema poco pensado para mi gusto, ya que poner una fecha fija, no es algo que mate a nadie, pero bueno, ese es otro tema.
Fuera de todo ese caos, de temarios y deberes mandados para solo una semana, nosotros normalmente la pasábamos en casa de mis abuelos, donde veíamos las procesiones en la que participaba algún familiar. Cuando éramos mas chicos la veíamos desde fuera, pero ya alcanzada una edad, participábamos de maragullo (los que van vestidos con un cono en la cabeza). Me acuerdo de algunos detalles que hacían que fueran noches divertidas, por la que queríamos repetirla un año tras otro, aunque al final no participamos en muchas.
La ventaja de ser maragullo, es que tienes la cara tapada, por lo que siempre que veíamos a alguien, demasiado atento de lo normal, seguramente buscando a un familiar, lo saludábamos, alegrándolo en ese momento, y seguramente, confundiéndolo cuando recibieran su segundo saludo, o cuando ya no le salieran las cuentas de la cantidad de gente que le saludaban. A menudo, cuando eran niños sobre todo, te señalaban y gritaban el nombre de la persona que pensaban que eras, volviéndole a saludar, para así “confirmar” su teoría. O simplemente saludabas aleatoriamente, donde había gente que ponía caras raras, ya que no esperaban que nadie le saludara. Esa diversión era un arma de doble filo, porque las procesiones paran de vez en cuando, y si no calculabas bien tu jugada, te encontrabas acorralado delante de esa persona, donde no sabías que hacer, si seguir con la broma o hacer como que no existía.
 Los maragullos llevan unas velas de cera enormes, que tenemos que intentar tener encendidas todo el trayecto, cosa que era condicionada si la chica que las volvía a encender era “mona”, donde misteriosamente, a mi primo, se le apagaba cada 5 minutos, según él, el viento, aunque  había veces que restregaba vela contra el suelo, aplanándola, haciendo que costara mas encenderla.
 No todas las noches eran divertidas, también hubo alguna noche que nos llovió. Esas noches tenias que aligerar el paso, cosa que a mí ya no me divertía mucho. La gente se iba, y los costaleros lo pasaban exageradamente mal. Entre ellos mi padre, que si una noche normal, terminaba con la espalda mal, una de lluvia que tenían que aligerar el paso tendría que ser horrible. Me acuerdo que mi padre quiso cederme ese privilegio, su brazo de costalero, aunque nunca pensé que tuviera la misma fuerza que él, por lo que no llegue a sustituirlo.


P.D: Recuerdo que este texto son recuerdos y sobre todo, que es del punto de vista de cómo pensaba de niño, por lo que no me gustaría  que se mal interpretara, ni motivo de iniciar un debate religioso. Gracias por leerlo. 

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